Recién llegada a la gran ciudad.
Mi único contacto, Facundo. Tocábamos el piano y éramos unos románticos
incurables. Pero no el romanticismo de velas y rosas. Ese de los antiguos
valores. Ese de los códigos de honor. Y me introdujo al mundo de Blind
Guardian, muchas veces relacionado con la trilogía de Tolkien. Pasé horas escuchándolo, gracias a que me
prestó junto con el casette grabado un walkman. Volvía una y otra vez al minuto
3.3 y esperaba ansiosa al 3.26 y al 3.36.
Después seguía gritando los coros
como una poseída, porque si algo me dio Buenos Aires es el eterno anonimato, y
con él la libertad de cantar, llorar y reír en la calle. En esa época lo que me
deslumbró de este estilo, y de esta banda en particular, fue la voz, y casi
como metáfora, la guitarra distorsionada en los solos. El contenido que me
podían transmitir ambos era de la misma calidad, ya que no manejaba fluidamente
el inglés como para entender sus letras en tiempo real. Fue diferente cinco
años después, cuando me dio por seguir los ritmos de la batería.