Lo vi pasar delante de mí, tenía una seña, una marca.
Esbocé para mis adentros: “esto vale, no te duermas”. Esos signos que uno busca
toda la vida. Les conoce el aroma, la forma, hasta el sonido de su voz. Y aun
así no puede asirlos. Pedí parada y bajé en la estación. Muy bien, por aquí
debe andar. ¿Será ese hombre/nombre? No, no es el nombre/hombre. Pero él me
llevaba. Lo tomé de la mano. Él era una existencia tan independiente que no
escuchaba mis preguntas atolondradas: “¿Che
y dónde es? ¡Decime hasta dónde y te juego una carrera!” Estaba más lista que
primer día de escuela en primer grado. Él andaba y andaba, y andaba en
círculos. Mi hastío y aturdimiento (los cuales directamente proporcionales),
hijos de mi mente capitalista, no me dejaban ver que íbamos en círculos pero a
través de diferentes dimensiones.
En medio del mareo, el frío, el dolor de estómago, él
seguía caminándome por diestra y siniestra sin solución de continuidad. Le dije: “esperame…yo hasta acá, lo único que
sé es que te creo”. Y le creía tanto y tanto, en tantas direcciones, y por
cielo y por tierra.
Aquí lo que entendí:
1. Las
experiencias son indiscutibles. Simplemente ocurren.
2. Uno
es modificado por sus experiencias.
3. Lo
que uno construye es hijo de sus experiencias.
4. En
relación al orden simbólico de la construcción…tiene peso propio. Simplemente
es.
5. Nuestra
coexistencia humana es una coexistencia de diversos órdenes simbólicos con peso
propio.
6. La
manera más apropiada para abordar la comprensión de cada uno de ellos no es
refutando/acordando, sino buscando las experiencias que llevaron a tal
construcción; asumiendo sin lugar a dudas que realmente ocurrieron aquellas
experiencias.
Yo no habría entendido todo esto si no te creyera tanto.
Si no te conociera tanto. Si no te quisiera tanto. Gracias a Dios vos existís. (No
podría nunca fundamentar tu existencia en un marco simbólico mío).
La irrefutabilidad de la experiencia es la luz entre tu
mano y la mía.