domingo, marzo 26

En los juegos se reconocerán

   Había una vez un niño que jugaba. A espaldas de los dioses, jugaba. Y los dioses cuidaban, con sus ojos curiosos y atentos, su felicidad. Creo que se llamaba Pablo, pongámosle Pablo a falta de un nombre más cierto. Pablo jugaba pensando que nadie veía. Era tan feliz con su libertad y su creatividad. Era dueño de todas las cosas, su mente, su palabra, su amor. Un amor que una vez tuvo nombre, ya no.
   Digamos que ella existió. Que tenía unos frágiles cabellos rubios, hasta los hombros. Tan pequeña como él; tan cerca de los dioses como él. ¿Acaso tenía nombre? No me viene a la mente ningún nombre que le haga justicia.
   El tiempo fue tejiendo poco a poco, aunque de forma inminente como cauce natural, como ley de gravedad, la forma de la caída. Pablo no se dio cuenta, ella tampoco. Ellos jugaban, ellos estaban jugando y yo no pude avisarles. ¿Acaso había que avisarles? Fue, en realidad, algo hermoso. Pero aún no está del todo claro.
   Pablo y Ella de verdad se aman. Sí, son niños, y también aman a quien los hace felices. Y lo expresan jugando. Pablo y Ella se conocen, se reconocen uno en el otro, se hacen felices al mismo tiempo humano (el lineal, no el circular), sin esperar.
    Pero entonces ocurre que los dioses ponen la regla donde hay que medir el tamaño universal de las cosas, en el tiempo circular. El tamaño universal del amor. El que no tiene nombre, excepto para el hombre, excepto para la mujer, excepto para aquél/aquella que busca ponerle un nombre a todas las cosas.
    Sin advertencia alguna, el dedo de los dioses (¿las diosas?) marcó una espesa línea blanca entre Pablo y Ella. A mí no me gustó, pero creo entender, cuando despierto.
    Los niños que jugaban dejaron de verse por un segundo, mientras el dedo corría un velo frente a sus ojos.
    Luego volvieron a verse, ya sin poder reconocerse.

    Pablo conserva en su pequeña manito una sola cosa; la lista de juegos que con Ella compartía. Esos eran los juegos que ambos repetían hasta el cansancio. Él conservaba la lista. Él los había anotado, para nunca olvidarse. Quién sabe si Ella hizo lo mismo, no lo sé. Lo único que pienso mientras veo a Pablo mirar su pequeña lista es, seguí jugando, Ella te va a recordar. Ella te va a reconocer en los juegos. Pablo, vos también vas a recordar. Y vas a volver a amar, igual o mejor que antes. Seguí jugando.

lunes, enero 2

La esperanza y mis niños interiores

La esperanza es esa variación electromagnética que pone los pensamientos a levitar y los pies a enraizar; como enchufes de un pedacito de cielo que quiso tomar agua.

Los pobres de esperanza se han caído del cielo y no tienen ninguna dirección. Entonces toda la tierra es una inundación. Pero nada se siente como en casa. Todo se percibe en una extranjeridad forzada; esa obligación de estar vivo, de sobrevivir, comer, cambiarse de ropa.

Todos los niños quieren vivir. Todos menos uno. El que extraña su casa. Ahí, en el cielo. Para qué vas a explicarle las cosas. Este niño está aquí en el lado izquierdo de mi pecho. Por lo general está durmiendo. No es así como se hacen las cosas. No se pueden dejar las cosas así.

Entonces la mujer dijo, “lleva tiempo”. Volvé a tomar las cosas donde las dejaste”, dijo. Además dijo “nadie va a salir herido si vos hablás”. Esa mujer nos dio permiso para hablar.
En el fondo de nuestro jardín interior había un nogal. Cada nuez tenía un recuerdo. Los recuerdos caían al madurar y otro nogal empezaba a nacer. El jardín de pronto se tornó inaccesible. Podría pasar horas, días, meses, apreciando mi hermoso jardín. Pero los niños ya no pueden jugar allí porque se chocan. Y la pena entra. Eso. Eso es no hablar.


Para ser budista hay que saber talar. Porque mirando el río no se despeja el jardín. Porque en la palabra nace la libertad, y en la supervivencia del otro, madura. Los niños de mi jardín no saben callar, los niños de mi jardín construyen universos por medio de conjuros verbales. Pero sobre todo, sobre todas las cosas, se construyen a sí mismos con palabras de amor.