Un espacio de cemento, aire húmedo y
viciado, un sitio desconocido para la luz del sol. Tan pronto el juego comienza,
la gente entra al espacio y comprende todos sus recovecos. Los estudia con
rigurosidad, observa la bondad de sus formas y lo exacto de su funcionamiento.
Sabe precisamente los horarios de aire y los de ahogo, aguanta la respiración.
Sonríe como buen budista. O algo. Sonríe a sus espacios de cemento gris. Entrelaza sus manos como auto convocándose al
sosiego. Los rulos y los lacios se enganchan en las rugosidades del revoque,
con paciencia las personas recogen sus cabellos y observan, “así se ve más bello”.
Aunque aquella otra los deja sueltos y al suspiro libertario le entrega todo el
brillo de aquel cabello antes tan nutrido de sol. Los ojitos dulces se posan en
los detalles en el espacio entre la nariz y un metro más a la redonda.
Fantástico mundo el que puedo mover desde aquí, observan los jugadores. Tan
bello este completo mundo que me rodea. Un éxtasis convierte el aburrimiento en
victoria cuando media vuelta hacia la izquierda las cosas cambian de tono. Qué
maravilloso mundo el que habito y transformo.
En eso estaba la gente jugando el juego de
los espacios cuando vino un Giganotosaurius Carolinii y rompió todas las
paredes de cemento, el sol entró y le gente quedó ciega de sol y distancias,
tan amplias, tan imposibles de imaginar, distinguir, transformar, comprender.
La loca libertaria montó el Carolinii y le susurró al oído, “vamos lejos, bien
lejos, sé mis ojos y pies hasta que pueda ver”.
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