La esperanza es esa
variación electromagnética que pone los pensamientos a levitar y
los pies a enraizar; como enchufes de un pedacito de cielo que quiso
tomar agua.
Los pobres de
esperanza se han caído del cielo y no tienen ninguna dirección.
Entonces toda la tierra es una inundación. Pero nada se siente como
en casa. Todo se percibe en una extranjeridad forzada; esa obligación
de estar vivo, de sobrevivir, comer, cambiarse de ropa.
Todos los niños
quieren vivir. Todos menos uno. El que extraña su casa. Ahí, en el
cielo. Para qué vas a explicarle las cosas. Este niño está aquí
en el lado izquierdo de mi pecho. Por lo general está durmiendo. No
es así como se hacen las cosas. No se pueden dejar las cosas así.
Entonces la mujer
dijo, “lleva tiempo”.
“Volvé a tomar las cosas donde las dejaste”,
dijo. Además dijo “nadie
va a salir herido si vos hablás”.
Esa mujer nos dio permiso para hablar.
En
el fondo de nuestro jardín interior había un nogal. Cada nuez tenía
un recuerdo. Los recuerdos caían al madurar y otro nogal empezaba a
nacer. El jardín de pronto se tornó inaccesible. Podría pasar
horas, días, meses, apreciando mi hermoso jardín. Pero los niños
ya no pueden jugar allí porque se chocan. Y la pena entra. Eso. Eso
es no hablar.
Para
ser budista hay que saber talar. Porque mirando el río no se despeja
el jardín. Porque en la palabra nace la libertad, y en la
supervivencia del otro, madura. Los
niños de mi jardín no saben callar, los niños de mi jardín
construyen universos por medio de conjuros verbales. Pero sobre todo,
sobre todas las cosas, se construyen a sí mismos con palabras de
amor.
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