Hace unos días
estaba reflexionando sobre una decisión que venía tomando a medias,
de a poco, a veces olvidando, volviendo a retomar desde distintos
puntos de vista. Se trataba de esos proyectos que se van acumulando a
lo largo de los años y nunca le ponemos demasiadas fichas. ¿Era
momento de apostar? ¿Era momento de suspender? Sobre estas cosas
estaba cuando me pregunté, más allá de todo, ¿cuánto tiempo
tardamos en tomar una decisión?
Me acordé de la
película Inception, o El origen, con Leonardo Di Caprio, tan
excelente siempre. Cómo las ideas son cultivadas, desde una pequeña
semilla, una idea, un concepto, una imagen, y van creciendo hasta
transformarse en acciones. Concretas. Que nos cambian. Que liberan en
el acto un montón de energía, ganas, ilusiones que albergamos
alrededor de esa semilla.
Antes de la gran
decisión hay que hacer un montón de ensayos. Personalmente creo que
la decisión no lo es sino hasta que sé a qué estoy renunciando y
cómo voy a hacer el duelo por aquellas cosas que voy a dejar. La
renuncia es lo más importante. Es casi más importante que la
decisión. Para mí, renunciar es horrible, porque aquello que dejo
es un poco de personalidad, un poquito de mí que va a ir tras el
telón, quién sabe por cuanto tiempo quizás por siempre. Por eso me
gustan los ensayos. Un día, una semana, un mes, pruebo mi proyecto
nuevo, mi rutina nueva, mis nuevas prioridades. Y observo callada la
falta de lo que queda atrás. Después vuelvo a mis pasiones,
obsesiones, placeres. Vuelvo a pensar.
En esto de volver
andaba, cuando tomé la decisión por fin. Qué buenos que son los
comienzos de año, que imprimen de energías nuevas los proyectos,
acompañando el nuevo orden de las cosas.
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