domingo, septiembre 4

Límites. Ya habrá tiempo para el amor.

Hoy es uno de esos días en que salgo del trabajo sintiendo que aprendí algo y que me modificará para siempre. Uno de esos días en que siento que descubrí el meollo. Se entiende que muchas veces tengo “uno de estos días” y que después llegan otros en las verdades se desmienten solas porque aun siguiendo mi receta, las cosas no me van tan bien, y yo no me siento bien después de todo.

Al meollo. Después de una larga conversación con la maestra de grado, ingresé al aula con otras ideas en mi mente. Distintas a las del día anterior, en el cual todavía tenía esta idea maravillosa de que con amor todo marcha sobre ruedas. La cruel verdad es que sufro demasiado dando amor y no viendo resultados. Pero a fin de cuentas, qué es el amor. Aquí es donde con la maestra estábamos en una disyuntiva. Pues bien, ingresé al aula con otra idea del amor. El amor de los límites. Qué sonsera. Pero bueno. Después de tanta frustración, encontré este concepto bastante satisfactorio. Un amor con cara agria, un amor con gritos, con reclamos, con castigos y demás asperezas. Así, Marcos me escuchó. Marcos no pataleó. Me cansé de hablar, eso sí. Porque con los niños hay que hablar más que con los adultos. Mil y un millón de veces lo mismo, hasta quedar afónica. Sobre qué, sobre los límites. Límites físicos, auditivos, lingüísticos, todos. Nada queda claro a la primera. Sino a la quinta. Y con tiempo de expiración, una semana.

Parece todo bastante redondo, bastante aclarado. Ahora el problema es mañana, con los dulces niños preadolescentes de séptimo grado, que probarán y probarán y seguirán desafiando la prematura estabilidad de mi nuevo concepto del amor. Hasta dónde llegaremos mañana.

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