Tándem.
El último lugar que visité tenía aromas de flores y encierro. Qué se yo, tengo un olfato muy específico. Yo creí que iba a encontrar una laguna, animales libres, exploradores. Pero era un pozo en la montaña donde no circulaba el aire, había muchas flores, muchas de ellas muertas y en una especie de receptáculo, vasijas vacías.
Me daba miedo acercarme, desde lejos no se podía decir que estaban vacías.
Tantas expectativas para llegar y encontrar abandono. La desesperación quiso apoderarse de mí, pero no la dejé. Soy demasiado optimista. Recalculé mi itinerario y comencé a explorar los alrededores. Sombras. Silencios. Humedad. Ni rastros de humanos. Ni rastros de animales. Sólo flores. Eso es curioso.
El aroma intenso a flores me hacía sentir en la iglesia. Junto a la Virgen. Su evocación me transmitió seguridad. Amabilidad. Espera. Como de hija pródiga.
“Madre Santa”, empecé a decirle. “He venido de muy lejos, no me había dado cuenta de cuánto te extrañaba”. Decidí conectarme profundamente con la experiencia. Con eso que me transmitían los sentidos. El vientre, las vasijas, las flores, la humedad.
“Evocarte es todo lo que necesito ahora para soltar un poco está búsqueda espantosa que me quita el sueño y me aleja de la verdad”.
Me dice: Ciertamente la verdad no está en ninguna ciencia o dogma que puedas entender.
Esto no me gustó.
“¿Para qué se supone que tengo una mente entonces?”
Para hablar conmigo.
Bueno, hablemos. Me gustan los desafíos.
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